Iba yo con mi perra, noble bestia, de las pocas que hay, paseando por la vereda de mi cuadra. Precisaba cumplir el primer mandamiento de la gente con ciertos síntomas de estrés y agotamiento nervioso: la caminata.
No pensaba en los políticos, ni en las aflicciones del mundo, que son muchas, pues mis propias aflicciones ya me dan para comer. Mi pensamiento estaba ocupado por la idea aquella de que superando mi obsesión por pensar, tendría la mente ocupada por una tela blanca y lisa.
Ah... la blancura en el cerebro.
Y así, caminando con mi perra Pancha, a quien llevaba sujeta de una correa, iba por esas viejas veredas de Dios. Y el Sol estaba limpio de nubes, pero no hacía calor, sino más bien soplaba un viento fresco, ala del invierno que ya nos estaba abandonando.
Tengo –siempre– por costumbre pasar frente al portón de la casa donde vive “Flor”, la cría ya adulta de Pancha. No daré muchas explicaciones sobre esta relación pues todo se traduce a la consecuencia de un apareamiento grosero de mi perra con un vagabundo, apareamiento que causó mucha gracia entre los albañiles que trabajaban en el patio de mi casa y el descrédito y susto de nosotros, ergo, la familia de la bestia.
Pues iba llevando a Pancha, sí, señor lector, y me quedé a charlar con la amita de “Flor”, quien la tiene en mucho amor y dice maravillas difíciles de creer de la misma. Y todo era un dale que dale, conversación va y conversación viene.
Y ocurrió que un perro de apariencia temible apareció por el lugar, Pancha lo vio, lo odió, y se largó como un relámpago detrás de él.
El caso es que la correa con la que intentaba sujetarla se deslizó y me sacó un buen tajo de carne de mi dedo índice. También perdí un pedazo de uña. Hasta ahora llevo envuelto mi miembro lastimado con gasa furacinada y cinta pues es necesario aguardar a que se regeneren los tejidos de la piel. En otras palabras, debo aguardar la cicatrización definitiva.
Mi perra entendió el gran disparate que hizo.
Y yo, haciéndome la enojada, le escamoteaba la mirada y no le daba ningún mimo, ni un saludo siquiera.
Ella, ante mi conducta fría, no hacía más que lamerse los pies, que era una forma de entrar en un distraimiento forzado y dar a entender que estaba libre de culpas.
Fíjese, lector, cuántas maneras se dan los animales.
Qué inteligencia la suya, pues sabiendo que yo sabía lo que ella ya sabía, seguía jugando a su “yo no sabía”.
De este susto y de otras situaciones más que ocurren a menudo, he sacado la conclusión de que mi perra es más inteligente que yo, pues traslada una casi tragedia a un plano de comicidad y anécdota. ¿No estoy acaso contando el caso en el que por poco pierdo un dedo?
Hay mucha más filosofía entre el cielo y la tierra de lo que nuestra inteligencia es capaz de comprender.
Shakespeare.
En fin, solamente deseaba contarles la historia con ribetes domésticos de un accidente.
Nada importante he dicho.
O tal vez, sí. Depende de la sensibilidad de los lectores para comprender el artículo hoy presentado.
Pero un perro es un perro.
Y un hombre es un hombre, me digo.
Y sin embargo, encuentro que en un delgado hilo el destino de ambos se unen.
Delfina Acosta
Asunción del Paraguay
21 de Noviembre de 2010
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